El inspector Del Valle recorría la vivienda con ojo clínico. Todo parecía en orden: los pisos relucientes, la cocina impecable, el aire impregnado de lavanda artificial.
—¿Vive solo? —preguntó al anciano que lo acompañaba.
—Desde hace años —respondió el hombre, con una sonrisa amable.
Del Valle anotó detalles en su libreta. Supervisaba inspecciones sociales para el ministerio, y aquella era la última del día.
En el salón, se detuvo frente a una estantería llena de relojes detenidos. Ni uno solo funcionaba.
—¿Colecciona relojes averiados?
—Colecciono momentos —dijo el anciano, y sus ojos brillaron.
Del Valle esbozó una mueca escéptica, firmó el informe y se despidió. Al salir, el aire cambió. Era... más denso.
Miró su reloj: detenido. El teléfono, sin señal. Regresó a la puerta. Golpeó. Nada. Ni un ruido.
Volvió a entrar. La casa estaba vacía. El anciano había desaparecido.
En la estantería, ahora había un reloj nuevo. El suyo.
Bajo él, una plaquita grabada:
"Inspector Del Valle. Última visita: 9 de junio de 2025."
Y entonces entendió. Él no había venido a inspeccionar la casa.
La casa lo había venido a inspeccionar a él.